El hombre que encontró la felicidad entre pesas y pinceles

Podría ser el título de una película, pero es el título de la vida de muchas personas. Os voy a contar la historia de Julián, aunque bien podría ser la mía. Durante años, fue el típico hombre de sofá y mando en mano. El famoso hombre cojín de La Que Se Avecina, ¿lo recuerdas?

Sabía perfectamente en qué canal daban fútbol, series y concursos de cocina, aunque nunca había cocinado más allá de calentar una pizza. Seguro que esto nos suena a muchos. Su mayor ejercicio físico era levantarse para ir al frigorífico, y su arte más elaborado consistía en apilar platos sucios sin que se cayeran. Hasta que un día, sin una razón muy clara, decidió cambiar. Se miró al espejo y pensó “así no puedo seguir”.

A partir de ahí empezó una historia que ni él mismo habría imaginado. Pasó de no saber dónde quedaba el gimnasio del barrio a convertirse en socio fijo. Algo que todos deberíamos aprender. Al principio, claro, aquello fue un drama. La primera vez que pisó el gimnasio, se sintió como un pingüino en una clase de ballet. No entendía las máquinas, confundía los pasos, y al tercer día casi se rinde. Pero algo dentro le decía que tenía que seguir, aunque solo fuera por probar qué se sentía al terminar una rutina sin desfallecer.

Con el tiempo, Julián descubrió que no solo su cuerpo cambiaba, también su cabeza. Empezó a dormir mejor, a tener más energía y hasta a sonreír más. Y no, no fue un milagro ni un anuncio de esos de “antes y después”. Fue simplemente constancia. Ese pequeño hábito de moverse, de sudar un poco, le hacía sentirse vivo.

Pero lo sorprendente vino después. Una tarde, al salir del gimnasio, pasó frente a un cartel que anunciaba “Curso de Bellas Artes para principiantes”. Y ahí, sin pensarlo mucho, se apuntó. No porque supiera pintar (su último contacto con un pincel había sido en primaria, y el resultado parecía obra de un gato con témperas), sino porque sentía curiosidad.

La primera clase fue un caos de colores. Intentó pintar un jarrón con flores y terminó creando algo que parecía una mezcla entre un tornado y una pizza mal hecha. Pero, curiosamente, no se frustró. Al contrario: se lo pasó en grande. Por primera vez en mucho tiempo, estaba haciendo algo solo por disfrutarlo, sin importar el resultado.

Con las semanas, Julián empezó a mejorar. Descubrió que tenía buena mano para las acuarelas, paciencia para los detalles y, sobre todo, un gusto nuevo por el silencio creativo. Era como si cada pincelada fuera una conversación consigo mismo. A veces pensaba que pintar era como hacer gimnasia para el alma: estiraba emociones, ejercitaba la calma y fortalecía la paciencia.

Un arte

Así que se convirtió en un experto. Además, encontró en la página web de Arte Spray todo lo que necesitaba. Su primer pedido fue una caja de 12 Lapices Acuarelables Bruynzeel Design que por cierto, todavía las conserva.

Su entorno no daba crédito. Los amigos que antes lo llamaban para ver el partido ahora lo encontraban en casa con el caballete montado y música suave de fondo. Algunos se reían: “¿Tú? ¿Pintando?”. Él sonreía. Porque, sin darse cuenta, ya no necesitaba que lo entendieran.

A veces recordaba su antigua vida y no podía evitar sonreír. Aquel hombre sedentario y aburrido le parecía un personaje de otra época. No se trataba de que antes estuviera mal y ahora fuera perfecto; simplemente había descubierto que la vida tenía más colores de los que imaginaba, y que para verlos había que levantarse del sofá.

Su historia empezó a inspirar a otros. Un vecino se apuntó también al gimnasio, otro probó una clase de dibujo, y hasta su hermana empezó a tejer. “Será contagioso”, bromeaban. Pero en el fondo, todos entendían que el cambio de Julián era un recordatorio de que nunca es tarde para empezar de nuevo.

Porque cambiar no es hacer borrón y cuenta nueva, sino añadir capítulos a la historia. Julián no se convirtió en atleta ni en Picasso, pero sí en alguien más feliz, más despierto y más curioso. Aprendió que el bienestar no se compra ni se descarga en una app: se construye día a día, con pequeñas decisiones que suman.

Hoy, cuando alguien le pregunta qué lo motivó, suele decir entre risas:
Pues nada, un día me cansé de ver la vida pasar y quise pintarla yo mismo.

Y quizás ahí está la moraleja: todos tenemos un lienzo esperando, ya sea en forma de gimnasio, curso de cerámica o paseo por el parque. Solo hay que atreverse a dar la primera pincelada. Porque a veces, cambiar de vida empieza tan simple como cambiar de rutina… o de canal.

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